Buscar este blog

viernes, 5 de marzo de 2010

POEMAS DE FEDERICO GARCÍA LORCA III




LLANTO POR IGNACIO SÁNCHEZ MEJÍAS

A mi querida amiga, Encarnación López Julvez

I
La cogida y la muerte


A las cinco de la tarde.


Eran las cinco en punto de la tarde.


Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.


Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.


Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.


El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.


Y el óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde.


Ya luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.


Y un muslo con un asta desolada
a las cinco de la tarde.


Comenzaron los sones del bordón
a las cinco de la tarde.


Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.


En las esquinas grupos de silencio
a las cinco de la tarde.


¡Y el toro, solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.


Cuando el sudor de nieve fue llegando
a las cinco de la tarde,


cuando la plaza se cubrió de yodo
a las cinco de la tarde,


la muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde.


A las cinco de la tarde.


A las cinco en punto de la tarde.


Un ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.


Huesos y flautas suenan en su oído
a las cinco de la tarde.


El toro ya mugía por su frente
a las cinco de la tarde.


El cuarto se irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.


A lo lejos ya viene la gangrena
a las cinco de la tarde.


Trompa de lirio por las verdes ingles
a las cinco de la tarde.


Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde,


y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.


A las cinco de la tarde.


¡Ay qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!


II
La sangre derramada


¡Que no quiero verla!


Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.


¡Que no quiero verla!


La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras


¡Que no quiero verla!


Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!


¡Que no quiero verla!


La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.


No.


¡Que no quiero verla!


Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.
Como un rio de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.


¡Que no quiero verla!


Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.


¡Yo no quiero verla!



III
Cuerpo presente


La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.


Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.


Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.


Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.


Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve
se calienta en la cumbre de las ganaderías.


¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.


¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.


Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos;
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.


Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.


Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.


Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.


No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!


IV
Alma ausente


No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.


No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.


El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y monjes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.


Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.


No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.


CASIDA DE LAS PALOMAS OSCURAS


Por las ramas del laurel
van dos palomas oscuras.
La una era el sol,
la otra la luna.
"Vecinitas", les dije,
"¿dónde está mi sepultura?"
"En mi cola", dijo el sol.
"En mi garganta", dijo la luna.
Y yo que estaba caminando
con la tierra por la cintura
vi dos águilas de nieve
y una muchacha desnuda.
La una era la otra
y la muchacha era ninguna.
"Aguilitas", les dije,
"¿dónde está mi sepultura?"
"En mi cola", dijo el sol.
"En mi garganta", dijo la luna.
Por las ramas del laurel
vi dos palomas desnudas.
La una era la otra
y las dos eran ninguna.


EL POETA PIDE A SU AMOR QUE LE ESCRIBA


Amor de mis entrañas, viva muerte,
en vano espero tu palabra escrita
y pienso, con la flor que se marchita,
que si vivo sin mí quiero perderte.


El aire es inmortal. La piedra inerte
Ni conoce la sombra ni la evita.
Corazón interior no necesita
la miel helada que la luna vierte.


Pero yo te sufrí. Rasgué mis venas,
tigre y paloma, sobre tu cintura
en duelo de mordiscos y azucenas.


Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.


SONETO DE LA DULCE QUEJA


Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.


Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas; y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.


Si tú eres el tesoro oculto mío,
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorío,


no me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu río
con hojas de mi otoño enajenado.


NOCHE DEL AMOR INSOMNE


Noche arriba los dos con luna llena,
yo me puse a llorar y tú reías.
Tu desdén era un dios, las quejas mías
momentos y palomas en cadena


Noche abajo los dos. Cristal de pena,
llorabas tú por hondas lejanías.
Mi dolor era un grupo de agonías
sobre tu débil corazón de arena.


La aurora nos unió sobre la cama,
las bocas puestas sobre el chorro helado
de una sangre sin fin que se derrama.


Y el sol entró por el balcón cerrado
y el coral de la vida abrió su rama
sobre mi corazón amortajado



EL POETA HABLA POR TELÉFONO CON EL AMOR




Tu voz regó la duna de mi pecho
en la dulce cabina de madera.
Por el sur de mis pies fue primavera
y al norte de mi frente flor de helecho.


Pino de luz por el espacio estrecho
cantó sin alborada y sementera
y mi llanto prendió por vez primera
coronas de esperanza por el techo.


Dulce y lejana voz por mí vertida.
Dulce y lejana voz por mí gustada.
Lejana y dulce voz amortecida.


Lejana como oscura corza herida.
Dulce como un sollozo en la nevada.
¡Lejana y dulce en tuétano metida!



EL AMOR DUERME EN EL PECHO DEL POETA

Tú nunca entenderás lo que te quiero
porque duermes en mí y estás dormido.
Yo te oculto llorando, perseguido
por una voz de penetrante acero.


Norma que agita igual carne y lucero
traspasa ya mi pecho dolorido
y las turbias palabras han mordido
las alas de tu espíritu severo.


Grupo de gente salta en los jardines
esperando tu cuerpo y mi agonía
en caballos de luz y verdes crines.


Pero sigue durmiendo, vida mía.
Oye mi sangre rota en los violines.
¡Mira que nos acechan todavía!

No hay comentarios: