Dámaso Alonso nace en Madrid el 22 de octubre de 1898. Estudia Derecho y Filosofía y Letras y en ambas consigue la licenciatura. En 1917 conoce, en Navas del Marqués, a Vicente Aleixandre, a partir de ese momento compartirán una larga e intensa amistad. Antes de la Guerra Civil Española estudia en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, trabajando bajo la dirección de Ramón Menéndez Pidal. Participa a la vez en las actividades literarias e intelectuales de la “Residencia de Estudiantes”. En ésta coincidirá, entre otros, con Federico García Lorca, Luis Buñuel y Salvador Dalí. Colaborará en la "Revista de Occidente" y en la revista poética "Los Cuatro Vientos". En 1926 publica, bajo el seudónimo de Alfonso Donado, una traducción de la novela Retrato de un artista adolescente de James Joyce. Para reivindicar la poesía de Góngora, prepara todo un aparato teórico en su edición crítica de las Soledades (1927), cuya fecha de publicación dará nombre a la Generación del 27. Profesor universitario de gran renombre, enseñará lengua y literatura española en diversas universidades extranjera, concretamente, pasará dos años en Oxford. Posteriormente, será catedrático en la Universidad de Valencia entre los años 1933 y 1939, y luego de Filología Románica en la Universidad de Madrid. En 1945 ingresará en la Real Academia de la Lengua, de la que llegará a ser director a partir del año 1968 hasta 1982, año en el que es nombrado Director Honorario. Como académico su tarea se centraría en el esfuerzo en organizar encuentros periódicos con las academias americanas con el fin de trabajar en común y evitar la temida fragmentación de la lengua española. En 1959 ingresará también en la Academia de la Historia. En 1977 recibirá el Premio Cervantes de Literatura. Considerado como el principal crítico de la Generación del 27 fallece en Madrid el año 1990. Confluyen en él tres vocaciones: Como poeta está a menor nivel, según algunos críticos, que sus compañeros de Generación (él mismo se considera un "segundón" y se autodefine como "poeta a rachas"). Se le distinguen dos etapas; comenzó dentro de la poesía pura con Poemas puros; Poemillas de la ciudad (1921), pero tras la guerra civil desgarra inmensamente el panorama literario español y de habla castellana con sus Hijos de la ira (1944), obra fundamental en la posguerra española y tal vez su más importante libro de poemas. Como investigador y crítico destacan sus obras Poesía de San Juan de la Cruz (1942), Poesía española: Ensayo de métodos y límites estilísticos (1950) y Estudios y ensayos gongorinos (1955), entre otros. A él se deberá básicamente la nueva apreciación de la poesía barroca española, defendida y analizada en la obra de don Luis de Góngora y Argote y en ocasión de su Centenario. Como profesor, además de su amplia carrera docente, fundará la colección Biblioteca Románica Hispánica y será director de la “Revista de Filología Española”.
INSOMNIO
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?
MUJER CON ALCUZA
A Leopoldo Panero
¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?
Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris,
si el acero frío de sus ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello y la cabeza,
o si el paisaje desolado de su alma.
Va despacio, arrastrando los pies,
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad
de esquivar algo horrible.
Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes,
y tristes caballones,
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas,
llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos del color de la desesperanza.
Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren muy largo;
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y sacudía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!:
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.
Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.
Ella
recuerda sólo
que en todas hacía frío,
que en todas estaba oscuro,
y que al partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso que le colgara de la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas, blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
solo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación,
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas.
Y por fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,
...aún mareada por el humo del tabaco.
Y ha viajado noches y días,
sí, muchos días,
y muchas noches.
Siempre parando en estaciones diferentes,
siempre con una ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.
...No ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún cuchillo como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
Y luego nada.
Solo la velocidad,
solo el traqueteo de maderas y hierro
del tren,
solo el ruido del tren.
Y esta mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un vagón a otro,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola,
y ha gritado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado en la oscuridad,
y estaba sola,
y ha preguntado
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.
...Y esa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo de una semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces, o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas.
Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra en putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en el verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde ya ni se posan los pájaros?
MONSTRUOS
Todos los días rezo esta oración
al levantarme:
Oh Dios,
no me atormentes más.
Dime qué significan
estos espantos que me rodean.
Cercado estoy de monstruos
que mudamente me preguntan,
igual, igual, que yo les interrogo a ellos.
Que tal vez te preguntan,
lo mismo que yo en vano perturbo
el silencio de tu invariable noche
con mi desgarradora interrogación.
Bajo la penumbra de las estrellas
y bajo la terrible tiniebla de la luz solar,
me acechan ojos enemigos,
formas grotescas que me vigilan,
colores hirientes lazos me están tendiendo:
¡son monstruos,
estoy cercado de monstruos!
No me devoran.
Devoran mi reposo anhelado,
me hacen ser una angustia que se desarrolla a sí misma,
me hacen hombre,
monstruo entre monstruos.
No, ninguno tan horrible
como este Dámaso frenético,
como este amarillo ciempiés que hacia ti clama con todos sus tentáculos enloquecidos,
como esta bestia inmediata
transfundida en una angustia fluyente;
no, ninguno tan monstruoso
como esa alimaña que brama hacia ti,
como esa desgarrada incógnita
que ahora te increpa con gemidos articulados,
que ahora te dice:
«Oh Dios,
no me atormentes más,
dime qué significan
estos monstruos que me rodean
y este espanto íntimo que hacia ti gime en la noche.
SONETO SOBRE LA LIBERTAD HUMANA
Qué hermosa eres, libertad. No hay nada
que te contraste. ¿Qué? Dadme tormento.
Más brilla y en más puro firmamento
libertad en tormento acrisolada.
¿Que no grite? ¿Mordaza hay preparada?
Venid: amordazad mi pensamiento.
Grito no es vibración de ondas al viento:
grito es conciencia de hombre sublevada.
Qué hermosa eres, libertad. Dios mismo
te vio lucir, ante el primer abismo
sobre su pecho, solitaria estrella.
Una chispita del volcán ardiente
tomó en su mano. Y te prendió en mi frente,
libre llama de Dios, libertad bella.
DE PROFUNDIS
Si vais por la carretera del arrabal, apartaos, no os inficione mi pestilencia.
El dedo de mi Dios me ha señalado: odre de putrefacción quiso que fuera este mi cuerpo,
y una ramera de solicitaciones mi alma,
no una ramera fastuosa de las que hacen languidecer de amor al príncipe
sobre el cabezo del valle, en el palacete de verano,
sino una loba del arrabal, acoceada por los trajinantes,
que ya ha olvidado las palabras de amor,
y sólo puede pedir unas monedas de cobre en la cantonada.
Yo soy la piltrafa que el tablajero arroja al perro del mendigo,
y el perro del mendigo arroja al muladar.
Pero desde la mina de las maldades, desde el pozo de la miseria,
mi corazón se ha levantado hasta mi Dios,
y le ha dicho: Oh Señor, tú que has hecho también la podredumbre,
mírame,
Yo soy el orujo exprimido en el año de la mala cosecha,
yo soy el excremento del can sarnoso,
el zapato sin suela en el carnero del camposanto,
yo soy el montoncito de estiércol a medio hacer, que nadie compra
y donde casi ni escarban las gallinas.
Pero te amo,
pero te amo frenéticamente.
¡Déjame, déjame fermentar en tu amor,
deja que me pudra hasta la entraña,
que se me aniquilen hasta las últimas briznas de mi ser,
para que un día sea mantillo de tus huertos!
HOMBRE Y DIOS
Hombre es amor. Hombre es un haz, un centro
donde se anuda el mundo. Si Hombre falla
otra vez el vacío y la batalla
del primer caos y el Dios que grita « ¡Entro!»
Hombre es amor, y Dios habita dentro
de ese pecho y profundo, en él se acalla;
con esos ojos fisga, tras la valla,
su creación, atónitos de encuentro.
Amor-Hombre, total rijo sistema
yo (mi Universo). ¡Oh Dios, no me aniquiles
tú, flor inmensa que en mi insomnio creces!
Yo soy tu centro para ti, tu tema
de hondo rumiar, tu estancia y tus pensiles.
Si me deshago, tú desapareces...
LOS INSECTOS.
Me están doliendo extraordinariamente los insectos,
porque no hay duda, estoy desconfiando de los insectos,
de tantas advertencias, de tantas patas, cabezas y esos ojos,
oh, sobre todo, esos ojos
que no me me permiten vigilar el espanto de las noches,
la terrible sequedad de las noches, cuando zumban los insectos,
de las noches de los insectos,
cuando de pronto dudo de los insectos, cuando me pregunto,
ah, es que hay insectos?
cuando zumban y zumban y zumban los insectos,
cuando me duelen los insectos por toda el alma,
con tantas patas, con tantos ojos, con tantos mundos de mi vida,
que me habían estado doliendo en los insectos,
cuando zumban, cuando vuelan, cuando se chapuzan en el gua, cuando...
ah!, cuando los insectos...
Los insectos devoran la ceniza y me roen las noches,
porque salen de tierra y de mi carne de insectos los insectos,
Disecados! Disecados los insectos!
Eso, disecados los insectos que zumbaban, que comían, que roían, que se chapuzaban en el agua,
ah, cuando la creación!, el día de la creación,
cuando roían las hojas de los insectos, de los árboles de los insectos,
y nadie, nadie veía a los insectos que roían, que roían el mundo,
el mundo de mi carne, y la carne de los insectos,
los insectos del mundo de los insectos que roían,
Y estaban verdes, amarillos y de color de dátil, de color de tierra seca los insectos,
ocultos, sepultos, fuera de los insectos y dentro de mi carne,
dentro de los insectos y fuera de mi alma,
disfrazados de insectos.
Y con ojos que se reían y con caras que se reían y patas,
y patas que no se reían, estaban los insectos metálicos
royendo, royendo y royendo mi alma, la pobre,
zumbando y royendo el cadáver de mi alma que no zumbaba y que no roía,
royendo y zumbando mi alma, la pobre, que no zumbaba, eso no, pero que al fin roía, roía dulcemente,
royendo y royendo ese mundo metálico y estos insectos metálicos que me están royendo el mundo de pequeños insectos,
que me están royendo el mundo y mi alma,
que me están royendo mi alma toda hecha de pequeños insectos metálicos, que me están royendo el mundo, mi alma, mi alma,
ah!, los insectos!,
ah!, los puñeteros insectos! me deshago, tú desapareces.
YO
Mi portento inmediato,
mi frenética pasión de cada día,
mi flor, mi ángel de cada instante,
aun como el pan caliente con olor de tu hornada,
aun sumergido en las aguas de Dios,
y en los aires azules del día original del mundo:
dime, dulce amor mío,
dime, presencia incógnita,
45 años de misteriosa compañía,
¿aún no son suficientes
para entregarte, para desvelarte
a tu amigo, a tu hermano,
a tu triste doble?
¡No, no! Dime, alacrán, necrófago,
cadáver que se me está pudriendo encima
desde hace 45 años,
hiena crepuscular,
fétida hidra de 800.000 cabezas,
¿por qué siempre me muestras sólo una cara?
Siempre a cada segundo una cara distinta,
unos ojos crueles,
los ojos de un desconocido,
que me miran sin comprender
(con ese odio del desconocido)
y pasan:
a cada segundo.
Son tus cabezas hediondas, tus cabezas crueles,
oh hidra violácea.
Hace 45 años que te odio,
que te escupo, que te maldigo,
pero no sé a quién maldigo,
a quién odio, a quién escupo.
Dulce,
dulce amor mío incógnito,
45 años hace ya
que te amo.
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